El día
Hacía cuatro días que no veía a los pibes, se me hizo eterna su ausencia después de que se convirtieran en la fija de mis tardes. El fin de semana fui de visita a Montañita, lo pasé muy bien pero tengo que admitir que los extrañé. No sé qué tienen, son muy distintos a mi, los conozco hace dos semanas, manejan un nivel de disfrute que no estoy acostumbrada a experimentar y la realidad es que muchas veces no les entiendo nada cuando hablan, pero cuando estoy con ellos me siento muy bien ¿Será que sin quererlo encontré en cada uno un pedacito de mi? Veo que sus ojos brillan con los míos y me siento en casa.
El pueblo me encontró de vuelta y me alegré al verlos pasar hacia el malecón. Cuando terminé mi turno en la recepción del hostel cerré la caja y me apuré a salir. Saludé al señor del mercadito de al lado, relojié la heladería por si Vale andaba por ahí, pero no alcancé a saludarla, estaba atendiendo. Seguí una cuadra de 25 mts. esquivando los pozos de la rambla y finalmente crucé la peatonal para llegar al malecón. La verdad es que de lejos no los veo, escucho sus risas nada más y ahí los encuentro, siempre mostrando los dientes, siempre juntos los tres aunque alguno no esté presente.
El saludo consta de tres movimientos, sonriendo y mirando a los ojos: uno, choque palma con palma; dos, choque de puñito y tres, un abrazo a media mano que incomoda un poco si no estás acostumbrada.
-¿Qué más?- Así empiezan las conversaciones en este lugar, una pregunta que a mi particularmente me descoloca, nunca sé qué contestar y obviamente ellos se divierten con eso. Yo también. Nos reímos, mucho, hasta el dolor de panza y sin muchas cosas que lo justifiquen. De la nada escucho una serie de palabras que me quitan la carcajada de la boca.
-Hay partido ¿Vamos?
No sé qué cara puse pero se ve que una muy graciosa porque todos se echaron a reír.
-No jodas ¿En serio? - Les dije.
-De ley- Dijo Marvin y esas palabras son como un juramento en estas tierras.
-¡Me esperan!- Los obligué.
Descaminé la ruta que me devolvía al hostel, agarré la llave de la habitación n° 23, saludé a Sandra y Eloy que merendaban un arroz con camarón en el patio y subí cuasi trotando los dos pisos que me llevaban a mi búnker. Ansiosa, agarré los timbos, vendas, medias, me calcé un par de cortos, algo de plata y salí con un nudo en el estómago que llevaba ahí más de cinco meses. Cuando los alcancé otra vez en el malecón estaban murmurando algo que les soltó risa, los miré sin entender y me hicieron burla por caminar alegre con mi mochila; ellos no sabían que ahí dentro llevaba mucho más que unos timbos y vendas, ahí dentro había un montón de ganas de patear acumuladas durante meses. Arrancamos la travesía hacia la cancha a pie, en el camino les conté la historia de los botines:
Cuando decidí empezar mi viaje (que hoy me encuentra en Puerto López) si me preguntabas dónde me imaginaba que podría llegar a estar a estas alturas del año, ni en pedo se me ocurría decir que iba a estar en un pueblito costero de Ecuador, pero ni en pedo. Tenía mucho miedo, dudas, ansiedad y tuve la grandiosa idea de consultarle a un amigo hermano muy viajado sobre las cosas que me convenía llevar. Él sabe todo de viajes, no sabe nada de fútbol y no lo digo solo en un sentido técnico, táctico, estratégico o incluso histórico, me refiero a lo emocional. Él no entiende el éxtasis en el que te sumergis cuando estás ahí, en una cancha o en una playa… o incluso en un pasillo con una pelota entre los pies. Me tocó defender con uñas y dientes el lugar de los botines en la mochila, para él no tenía sentido. Probablemente los usaría una o dos veces en todo el viaje de la mano de un místico alineamiento de planetas; para él era absurdo, ocupaban mucho espacio, no tenían una segunda utilidad… bla. Respeté su palabra, hasta llegué a sentir culpa por no hacer caso a su consejo (el cual había solicitado con desesperación) pero no podía suponer de antemano que este día no iba a llegar. Con toda culpa los metí en la mochila, los cargué por meses con desilusión y la desesperanza se hacía cada vez más grande. Llegué a sacarlos para patear a un arco vacío ¡Qué vacío! Más de cinco meses y hoy puedo decir que de ninguna manera fue al pedo traerlos, son indispensables, son la energía y el impulso que necesita cada paso que doy. Son como un "vale por una sonrisa" y están ahí, incondicionales esperando a que llegue el momento, como la familia, como los amigos; aunque sepan todo sobre viajes, aunque no sepan nada de fútbol.
El pueblo me encontró de vuelta y me alegré al verlos pasar hacia el malecón. Cuando terminé mi turno en la recepción del hostel cerré la caja y me apuré a salir. Saludé al señor del mercadito de al lado, relojié la heladería por si Vale andaba por ahí, pero no alcancé a saludarla, estaba atendiendo. Seguí una cuadra de 25 mts. esquivando los pozos de la rambla y finalmente crucé la peatonal para llegar al malecón. La verdad es que de lejos no los veo, escucho sus risas nada más y ahí los encuentro, siempre mostrando los dientes, siempre juntos los tres aunque alguno no esté presente.
El saludo consta de tres movimientos, sonriendo y mirando a los ojos: uno, choque palma con palma; dos, choque de puñito y tres, un abrazo a media mano que incomoda un poco si no estás acostumbrada.
-¿Qué más?- Así empiezan las conversaciones en este lugar, una pregunta que a mi particularmente me descoloca, nunca sé qué contestar y obviamente ellos se divierten con eso. Yo también. Nos reímos, mucho, hasta el dolor de panza y sin muchas cosas que lo justifiquen. De la nada escucho una serie de palabras que me quitan la carcajada de la boca.
-Hay partido ¿Vamos?
No sé qué cara puse pero se ve que una muy graciosa porque todos se echaron a reír.
-No jodas ¿En serio? - Les dije.
-De ley- Dijo Marvin y esas palabras son como un juramento en estas tierras.
-¡Me esperan!- Los obligué.
Descaminé la ruta que me devolvía al hostel, agarré la llave de la habitación n° 23, saludé a Sandra y Eloy que merendaban un arroz con camarón en el patio y subí cuasi trotando los dos pisos que me llevaban a mi búnker. Ansiosa, agarré los timbos, vendas, medias, me calcé un par de cortos, algo de plata y salí con un nudo en el estómago que llevaba ahí más de cinco meses. Cuando los alcancé otra vez en el malecón estaban murmurando algo que les soltó risa, los miré sin entender y me hicieron burla por caminar alegre con mi mochila; ellos no sabían que ahí dentro llevaba mucho más que unos timbos y vendas, ahí dentro había un montón de ganas de patear acumuladas durante meses. Arrancamos la travesía hacia la cancha a pie, en el camino les conté la historia de los botines:
Cuando decidí empezar mi viaje (que hoy me encuentra en Puerto López) si me preguntabas dónde me imaginaba que podría llegar a estar a estas alturas del año, ni en pedo se me ocurría decir que iba a estar en un pueblito costero de Ecuador, pero ni en pedo. Tenía mucho miedo, dudas, ansiedad y tuve la grandiosa idea de consultarle a un amigo hermano muy viajado sobre las cosas que me convenía llevar. Él sabe todo de viajes, no sabe nada de fútbol y no lo digo solo en un sentido técnico, táctico, estratégico o incluso histórico, me refiero a lo emocional. Él no entiende el éxtasis en el que te sumergis cuando estás ahí, en una cancha o en una playa… o incluso en un pasillo con una pelota entre los pies. Me tocó defender con uñas y dientes el lugar de los botines en la mochila, para él no tenía sentido. Probablemente los usaría una o dos veces en todo el viaje de la mano de un místico alineamiento de planetas; para él era absurdo, ocupaban mucho espacio, no tenían una segunda utilidad… bla. Respeté su palabra, hasta llegué a sentir culpa por no hacer caso a su consejo (el cual había solicitado con desesperación) pero no podía suponer de antemano que este día no iba a llegar. Con toda culpa los metí en la mochila, los cargué por meses con desilusión y la desesperanza se hacía cada vez más grande. Llegué a sacarlos para patear a un arco vacío ¡Qué vacío! Más de cinco meses y hoy puedo decir que de ninguna manera fue al pedo traerlos, son indispensables, son la energía y el impulso que necesita cada paso que doy. Son como un "vale por una sonrisa" y están ahí, incondicionales esperando a que llegue el momento, como la familia, como los amigos; aunque sepan todo sobre viajes, aunque no sepan nada de fútbol.
Que lindo cuando empieza a rodar el balón, en cualquier cancha, en cualquier lugar del mundo
ResponderEliminar¡Qué lindo escribe usted!
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