Fútbol sin patrones.
El tema de los favoritismos en los clubes de barrio siempre fue eso, un tema. Nuestro club no era la excepción. El problema es cuando el Prsie del club es un tipo desagradable, verde, panzón y la preferida es una piba, cualesquiera sean sus adjetivaciones. No me importa el problema sino más bien el tema en cuestión. Este favoritismo del Presi era el responsable de nuestro desempeño en el torneo, así como suena, así tal cual lo leen.
Yo no sé cómo se manejan el resto de los equipos, pero sé que en nuestro Club las jugadoras siempre se dividieron en dos grupos: las amigas de la Prefe y las otras. Te imaginás quiénes jugaban de titular: si pertenecias a un grupo jugabas, si pertenecias al otro; comias banco. Aunque no faltes a entrenar, seas comprometida, mejores día a día, igual comias banco y pasadas algunas semanas, meses o años, terminabas dando un paso al costado. Daba bronca, porque se deberían valorar otras cosas para parar al equipo. Voy a tener que seguir diciéndolo, yo no sé si esto pasa en todos los equipos, pero en éste pasó así: La Prefe se la agarró con una compañera fundamental, la piba jugaba muy bien, iba firme, levantaba la cabeza, pensaba antes de actuar, era buena. Pero jugaba de 11. Adivina en qué posición jugaba la Prefe. No recuerdo bien que inventaron, pero de un día para el otro el entrenador (por orden directa del Presi) le comunicó que no podía jugar más.
“¡El Escàndalo!" así podría titularse el relato. Todas sabíamos por dónde venía la mano, pero el compromiso era con las compañeras, con el equipo. Siempre peleando con los maridos que no las dejaban ir a entrenar, no les cuidaban los hijos, no les soltaban un mango ni las dejaban trabajar. Con el Club, que no nos prestaba la cancha para hacer de local y no nos daba camisetas hacía dos torneos. Con la Liga que no nos bancaba los árbitros ni los médicos. Nos tocaba gestionar todo, pagar, ir, volver por nuestros propios medios, a veces consiguiendo autos prestados, soportando el reclamo por nuestra ausencia en el almuerzo de los domingos. Mucho sacrificio para que un tipo viniera y nos arrancara a una compañera así, como si nada. No era justo.
Yo no sé si lo que hicimos estuvo bien, pero el equipo era nuestro, no de la Prefe, no del Presi, no del Club, cerramos los ojos y nos fuimos todas. Arrancamos a entrenar en la plaza, el Club no nos había dado nada, salvo el nombre. Las camisetas las había conseguido la mamá de una compañera, las medias, guantes, pecheras y demás huevadas las habíamos comprado, las pelotas se las podían meter en el orto porque todas teniamos al menos una. Faltaban tres semanas para el torneo, habìa que buscar refuerzos, completar un equipo de 11 con los cambios y todas las posiciones bien cubiertas. Era una tarea casi imposible, pero algo nos tenía que enseñar todo esto y es que los presidentes desagradables, verdes y panzones no deben existir, no le hacen bien al fútbol.
Jugamos el torneo y lo hicimos bien. Los demás equipos no entendían què pasaba, la misma camiseta, las mismas jugadoras, pero ya no eramos el mismo Club. Llegamos a la final de la “Copa de Plata” o comúnmente conocida como “la ronda de perdedores”. Fue un partido muy difícil, psicológicamente comprometido, no solo por ser una final sino porque iba a ser la primera vez que ese grupo de chicas levantara una copa. Jugamos con mucha ilusión, con alegría de estar haciendo lo imposible, aunque muchos no lo comprendieran del todo. Era más que la ronda de perdedores, era sentir que toda esa cuesta arriba estaba a punto de darnos un descanso y aunque nos costó horrores, la subimos juntas, dándonos aliento y pidiéndole a la de al lado que no afloje, que corra esa pelota, que la aguante, que imagine la jugada y que tenga confianza porque pase lo que pase no estaba sola.
Yo no sé si todo el mundo lo comprende, tampoco sé si importa, pero ese día levantamos una copa y lo hicimos como si hubiese sido la copa del mundo. La placa decía: “2do puesto Copa de Plata 2015”. No importaba qué tuviera escrito, ese trofeo era un símbolo de que el equipo éramos nosotras, elegimos qué ser, a qué jugar y cómo, abrazadas porque nos unía algo que no podíamos dimensionar, pero era enorme.
Yo no sé cómo se manejan el resto de los equipos, pero sé que en nuestro Club las jugadoras siempre se dividieron en dos grupos: las amigas de la Prefe y las otras. Te imaginás quiénes jugaban de titular: si pertenecias a un grupo jugabas, si pertenecias al otro; comias banco. Aunque no faltes a entrenar, seas comprometida, mejores día a día, igual comias banco y pasadas algunas semanas, meses o años, terminabas dando un paso al costado. Daba bronca, porque se deberían valorar otras cosas para parar al equipo. Voy a tener que seguir diciéndolo, yo no sé si esto pasa en todos los equipos, pero en éste pasó así: La Prefe se la agarró con una compañera fundamental, la piba jugaba muy bien, iba firme, levantaba la cabeza, pensaba antes de actuar, era buena. Pero jugaba de 11. Adivina en qué posición jugaba la Prefe. No recuerdo bien que inventaron, pero de un día para el otro el entrenador (por orden directa del Presi) le comunicó que no podía jugar más.
“¡El Escàndalo!" así podría titularse el relato. Todas sabíamos por dónde venía la mano, pero el compromiso era con las compañeras, con el equipo. Siempre peleando con los maridos que no las dejaban ir a entrenar, no les cuidaban los hijos, no les soltaban un mango ni las dejaban trabajar. Con el Club, que no nos prestaba la cancha para hacer de local y no nos daba camisetas hacía dos torneos. Con la Liga que no nos bancaba los árbitros ni los médicos. Nos tocaba gestionar todo, pagar, ir, volver por nuestros propios medios, a veces consiguiendo autos prestados, soportando el reclamo por nuestra ausencia en el almuerzo de los domingos. Mucho sacrificio para que un tipo viniera y nos arrancara a una compañera así, como si nada. No era justo.
Yo no sé si lo que hicimos estuvo bien, pero el equipo era nuestro, no de la Prefe, no del Presi, no del Club, cerramos los ojos y nos fuimos todas. Arrancamos a entrenar en la plaza, el Club no nos había dado nada, salvo el nombre. Las camisetas las había conseguido la mamá de una compañera, las medias, guantes, pecheras y demás huevadas las habíamos comprado, las pelotas se las podían meter en el orto porque todas teniamos al menos una. Faltaban tres semanas para el torneo, habìa que buscar refuerzos, completar un equipo de 11 con los cambios y todas las posiciones bien cubiertas. Era una tarea casi imposible, pero algo nos tenía que enseñar todo esto y es que los presidentes desagradables, verdes y panzones no deben existir, no le hacen bien al fútbol.
Jugamos el torneo y lo hicimos bien. Los demás equipos no entendían què pasaba, la misma camiseta, las mismas jugadoras, pero ya no eramos el mismo Club. Llegamos a la final de la “Copa de Plata” o comúnmente conocida como “la ronda de perdedores”. Fue un partido muy difícil, psicológicamente comprometido, no solo por ser una final sino porque iba a ser la primera vez que ese grupo de chicas levantara una copa. Jugamos con mucha ilusión, con alegría de estar haciendo lo imposible, aunque muchos no lo comprendieran del todo. Era más que la ronda de perdedores, era sentir que toda esa cuesta arriba estaba a punto de darnos un descanso y aunque nos costó horrores, la subimos juntas, dándonos aliento y pidiéndole a la de al lado que no afloje, que corra esa pelota, que la aguante, que imagine la jugada y que tenga confianza porque pase lo que pase no estaba sola.
Yo no sé si todo el mundo lo comprende, tampoco sé si importa, pero ese día levantamos una copa y lo hicimos como si hubiese sido la copa del mundo. La placa decía: “2do puesto Copa de Plata 2015”. No importaba qué tuviera escrito, ese trofeo era un símbolo de que el equipo éramos nosotras, elegimos qué ser, a qué jugar y cómo, abrazadas porque nos unía algo que no podíamos dimensionar, pero era enorme.
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