Alineación y balanceo.
Fue hace diez años, en 2010, creo que en marzo o abril porque todavía no había cumplido mis 20 y hacía unas semanas que estaba viviendo en La Plata. Es loco pero estoy segura que la mayoría de los varones no recuerdan la primera vez que jugaron al fútbol y también estoy segura que casi todas las mujeres (o al menos las de mi generación) recuerdan el día en que las invitaron a jugar un partido por primera vez. Seguramente una amiga, les dijo que era divertido, que las entrenaba el novio-de o simplemente las convocó la curiosidad. Cada vez somos más, ya no existe el “pero yo no sé jugar”.
¡Dale amiga! Yo te presto unos botines.
Ese día, mientras viajaba en bondi allá por abril del 2010, me acordé de los recreos en la 183. Creo que era la única mujer que jugaba al fútbol, va… “jugaba”. Digamos que permanecía en la cancha rodeada de un montón de varones que se pasaban la pelota entre sí, mientras yo corría de un lado al otro. Nunca era una opción de pase. Nunca ninguno me cedió la pelota intencionadamente, es más, si llegué a tocarla fue por error, porque justo le picó mal a alguien, alguno hizo mal un pase o justo algún otro le pegó como el orto al arco y el rebote me quedó a mi. Así se deben sentir los árbitros, pensaba. Sinceramente no recuerdo si esa discriminación era justificada desde el punto de vista futbolístico, no me acuerdo, pero estoy segura de que había alguno con pito que jugaba peor que yo, pero bueno, tenía pito y a él se la pasaban. Ese había sido mi mayor acercamiento al fútbol y mientras iba en ese bondi con la guardia baja, pensaba qué loco si en esos recreos yo hubiese sido un jugador más. Qué distinto sería este viaje, qué poco relevante sería este día.
No la vi venir, mis aspiraciones eran, no sé, ¿humildes? ¿poco ambiciosas? Tal vez. Conocer gente, hacer ejercicio, sonaba como un buen plan, pero me quedé corta. Llegué al entrenamiento, con esa ansiedad esperable frente a los nuevos comienzos. Luego de una breve entrada en calor, el DT repartió siete pecheras rosas que sacó de su bolso, a mi no me dio. Después le pasó el balón a una de las pibas, ya todas sabían dónde pararse, menos yo.
- ¿De qué jugás? -
- En handball era lateral - le contesté.
-Parate arriba - me dijo. Eso hice.
La cancha era de siete y todo pasó muy rápido: uno, dos y el tercer pase fue para mí. La pelota iba rodando por el sintético hacia mis pies, no era un error, no era un rebote, era un pase y era para mí. El estómago se me hizo un nudo, en un segundo recordé los empujones de mis propios compañeros de equipo sacándome la pelota en los recreos, las cargadas por ser la machona. Nunca había jugado sintiéndome con el derecho a hacerlo, nunca había sentido tanta responsabilidad ante algo tan insignificante. La pelota seguía rodando hacia mí, adelanté el pie derecho y la paré con la suela del botín, levanté la cabeza con vergüenza y algo empezó a desvariar. El nudo se fue soltando, los brazos, las piernas, hasta que en un punto me olvidé de mí. Suena como una película de terror, pero pasó tan naturalmente que ni siquiera advertí haberme olvidado de quién era. No tuve miedo, ni entré en pánico, simplemente esa información desapareció del disco rígido como si nunca hubiera estado ahí. Olvidé mi nombre, qué hacía en ese lugar, cómo había llegado. Vi mis pies correr por el césped como si los estuviera viendo a través de una pantalla mientras el aire fresco me acariciaba los cachetes, me secaba los dientes por correr sonriendo. Durante cuarenta minutos fui una versión desconfigurada de mí misma, donde la mente abandonó el contenedor que habitaba y a medida que corría, sentía que en realidad eso era lo que siempre se había sentido ser yo.
Ese día del 2010 el DT pidió la pelota y nos llamó a elongar. Las catorce caminamos entre risas hasta el lateral y nos sentamos en círculo, el corazón se me salía del pecho. Esa adrenalina era más que una hora de trote, era sentir que algo le había pasado a mis fibras y volvió a mí el recuerdo de los recreos. Qué importante es sentirse par y transmitir confianza, conquistar espacios colectivamente. Qué surrealista es cuando te entregás al juego y algo se zafa, se desprende pero poco a poco se re-acomoda más sabiamente, como si algo alinease el cuerpo, con el alma.
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